lunes, 7 de octubre de 2013

Correo: Alberto Asseff

DEL AUTORITARISMO A LA FALTA DE AUTORIDAD
                     Por Alberto Asseff *
Paradójico, casi caricaturesco. Lo cierto es que nuestro país, tan propenso a los malsanos zigzagueos o vaivenes, sufre sucesivamente de las dos patologías, el autoritarismo y la falta de autoridad.
No se sabe a ciencia cierta cuál de las dos es causa de la otra. En verdad, sea una u otra, la situación es nociva. Si nos rige el autoritarismo la vida es insoportable. Si impera la falta de autoridad, también.
El autoritarismo nos impone una vida en permanente emergencia. En nombre de las acechanzas que significa una ruda oposición desestabilizante, el gobierno autoritario sobrepasa la ley y sus límites, estableciendo un estado de excepción. Contra la anarquía, se instaura el superpoder y una autoridad desbordante.
La falta de autoridad es casi un calco, sólo distinto en el origen. Para asegurar los derechos y extender las garantías – antes conculcados -, se relaja el mando, se agrietan los controles y se extralimitan las actitudes. Así, se cercenan cotidianamente prerrogativas básicas, como la del libre tránsito o la resolución pacífica e institucional – a través del Poder Judicial – de los conflictos. Éstos se “solucionan” por mano propia, escrachando, apedreando, lanzando bombas molotov, quemando patrulleros, demoliendo la vivienda del victimario y otros actos propios de una situación de barbarie, las antípodas de la civilización. La autoridad se vacía esgrimiendo que ‘no va a reprimir la protesta social’. Entre imponer la ley y la anarquía, se opta por ésta.
Empero, existe una perversión aún más venenosa: la combinación de autoritarismo y falta de autoridad, ambos regentes  simultáneamente. Este cuadro es muy parecido al que sobrellevamos hoy.
Se trata de un autoritarismo hiperpresidencialista – transgresor de la letra y del espíritu de la Constitución -, con el poder concentrado en una persona que apenas consulta con dos funcionarios en una mesa tan pequeña que casi no tiene precedentes en el orbe, por lo menos contemporáneamente. Ese autoritarismo coexiste con la falta de autoridad frente a la oleada delictiva, la violación de las leyes – desde las de tránsito en calles y rutas hasta la trata de personas, contrabando, narcotráfico, los desarreglos que todos los días se cometen con total impunidad -, la corrupción, el imperio de los violentos – desde barrabravas que corroen al fútbol hasta la agresividad en la escuela -, la policía impotente – que ridículamente repele un ataque vecinal relanzando las piedras que recibe – y un sistema burocrático genéricamente permisivo, tolerante de todas las anormalidades, sobre todo si media una “aceitada”, léase algún dinerillo que “mueva” el trámite.
Esta oscilación entre autoritarismo y falta de autoridad tiene una matriz: es la labilidad institucional. Nuestro país no ha podido arquitecturar un sistema institucional robusto. Los hombres son más poderosos que las instituciones. A éstas no logramos solidificarlas, no podemos obtener que trasciendan a quienes ocupan sus funciones. Por eso una institución como el servicio de comunicaciones audiovisuales del Estado – la televisión pública y las radioemisoras estatales – no podemos disociarlo del color del gobierno circunstancial y sobreponerlo a las parcialidades políticas. Por eso tampoco hemos consumado la manda constitucional de un Poder Judicial independiente ni un Congreso que supere ese ominoso carácter de mera escribanía de los proyectos remitidos por la mesa chica instalada en la Casa Rosada y/u Olivos, no ya el Poder Ejecutivo Nacional que es mucho más que esa mesa.
El artículo 100, inciso 1 de la Constitución establece que al Jefe de Gabinete “le corresponde ejercer la administración general del país”. A todas luces salta a la vista que en los hechos hoy es un opaco funcionario que está lejísimo de ejercer ese rol. Tampoco se cumple con una norma constitucional que nutre teóricamente a la anhelada institucionalidad: el artículo 101 que ordena al Jefe de Gabinete concurrir al Congreso “al menos una vez por mes” para informar sobre la marcha del gobierno. Apenas si concurre una vez por año.
En esta materia de autoritarismo y de falta de autoridad patentizamos nuestra inmadurez cívica y nuestra debilidad como organización estatal-institucional.
Por caso – para referir nos a una norma reciente- la afamada “ley de leyes”- el presupuesto nacional – no es más que un formalismo, vaciado por dos factores que lo fulminan: el Poder Ejecutivo, al subestimar la inflación y la recaudación, obtiene fondos excedentes que maneja a su antojo y adicionalmente los superpoderes delegados por el Congreso – un acto ainstitucional – habilitan al Ejecutivo a transferir cuantiosas partidas que pueden sacarse al fondo hídrico – tan importante – para ir al ‘fútbol para todos’, propio del añejo modo circense de gobernar. Para colmo, a diferencia del régimen institucional de EE.UU., si aquí no se sanciona el presupuesto para el año próximo, el Poder Ejecutivo apela a prorrogar el actual y sigue como si nada hubiera pasado, hasta con más discrecionalidad en el (des) manejo.
Estamos en un problema que viene de antiguo y que se va agudizando: no reconocemos el valor de las instituciones y somos ineptos para fijar las fronteras entre autoritarismo y autoridad. Las traspasamos con una perniciosa facilidad. No hallamos el equilibrio.
Por ello, solemos confundir,  cual sinónimos, represión con orden, autoridad con autoritarismo. Todos soñamos con un país ordenado, pero apenas alguien se atreve a usar el vocablo ‘maldito’, orden, corre muy serios riesgos de ser difamado hasta la trituración, motejado por “fascista” o “nazi”.
Ser institucionalista no tiene tendencia política, sino esencial racionalidad. Aspirar al orden es la superlativa forma de propender a la justicia social. Jamás gozaremos de esa equidad para todos si seguimos embarullados en el desorden y en la fragilidad institucional y legal. Mientras le sigamos haciendo trampa a la ley, nunca tendremos un país justo. Continuaremos siendo un territorio inmensamente dotado, pero con una población largamente carenciada, desde lo más elemental hasta lo más intangible, como esos valores perdidos, comenzando por el respeto – a la ley, al otro y a todos.
Necesitamos autoridad, es decir esos maestros que orientan a un pueblo a partir del ejemplo y del cumplimiento de la ley. Sólo cumpliéndola se puede exigir eficazmente que todos la cumplan.
Muchas veces preguntan sobre el programa que ofrecemos. Es tan simple, pero tan grandioso que puede sintetizarse: cumplir la ley. Sería el inicio de un milagro acunado aquí, en el sur del hemisferio occidental.
*Diputado nacional (Provincia de Buenos Aires) UNIR- Compromiso Federal

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