¡URGENTE,
TÉRMINO MEDIO!
Por Alberto Asseff *
Nuestra política es
oscilante. Somos un país de vaivenes y zigzagueos. Por eso nos cuesta un
Potosí elaborar y ejecutar Políticas de
Estado.
En las décadas de
los treinta y cuarenta soplaron vientos – acá y en el mundo – a favor del
intervencionismo estatal. A horcajadas de la colosal crisis del año 30, ese
avance estatal fue la medicina que
tuvieron a mano los gobernantes de todos los lares. Claro está que en algunos
países esa intervención estatal se adoptó como el mal menor y en otros como la
virtud mayor. No es insignificante esta distinción conceptual. Roosevelt, en
los EE.UU., volcó recursos para obras
públicas como un modo de paliar la recesión, el desempleo y la parálisis, pero
logrado el objetivo de removilizar la economía, el Estado se retiró
prudentemente.
En nuestro país,
Justo impulsó la irrupción estatal en varias áreas, desde los granos hasta la
fabricación de aviones. Esta fábrica, ya venía desde los tiempos de Alvear. Es
sugerente consignarlo para probar que en la Argentina la historia no
comenzó ni en el 43 ni en el 2003, sino que viene de lejos. Para bien y para
mal.
Superada la crisis
de ese fatídico año 1930, en estas playas el estatismo siguió de largo. Galopó por
todos los sectores y se aposentó en todas partes. A diferencia de casi todo el
mundo, acá se asoció el crecimiento estatal con la soberanía. Soberanía
ferrocarrilera, telefónica, de transporte urbano. Hasta de turismo social.
En 1953 el general
Perón quiso producir un giro y promovió la apertura a la inversión privada,
pero su tiempo, a la sazón, estaba agotándose. El golpe de 1955 buscó dar una
vuelta de 180 grados, que continuaron Frondizi y más tarde Onganía y el llamado
Proceso. Menem intentó en los noventa profundizar esos cambios hacia una
economía más abierta, con mercado de capitales e inversiones y menos
regulaciones. Lo hizo sin anestesia , sin sabiduría y sin transparencia..
Durante medio siglo
– desde 1953 hasta 2001 -estuvimos buscando modernizar nuestra economía,
introduciendo los conceptos e instrumentos de la libre iniciativa que tanta
prosperidad generó en distintas regiones del planeta. Una de las más recientes
evidencias la proporciona la apertura de Deng en China, en los setenta. Puso al
país del Oriente en el podio mundial.
En ese lapso, acá ciertamente se produjeron contramarchas,
pero la tendencia general fue hacia la liberalización de la actividad
económica.
Fue, como saldo
general, frustrante. Si se pide un motivo para ese fracaso global, sin vacilar
cabe señalar a la corrupción como el principal factor tóxico. Corrupción de los
ocupantes de los puestos estatales – políticos y no tanto -, pero con una vasta
complicidad del sector privado, falazmente disfrazado de emprendedor. Porque en la Argentina ese espíritu,
esa vocación emprendedora existe, pero insuficientemente. Es otro de los
subdesarrollos que sufrimos. Otra razón se halla en que nunca se afrontó a fondo esa
instrumentación reformista. Los objetivos sistemáticamente fueron confrontados
por una extendida postura conservacionista vestida de ropaje cínicamente
progresista o popular.
Así llegamos al
nuevo viraje, el de 2003. Como el “mundo se derrumba” por el apogeo del
privatismo- concepto equívoco y engañoso -, la Argentina , la más “viva”
del planeta, gambetea la crisis volviendo al más arcaico estatismo, siempre en
nombre de la soberanía.
La crisis que agobia
a Europa y golpea a EE.UU., con rebotes en todo el orbe, no es prueba del
fracaso de la iniciativa privada, sino que marca la ineludible necesidad de
evitar los excesos del capitalismo, sobre todo financiero y la presencia más
activa del Estado, al que no le es concedida la licencia de distraerse de su
rol de control.
Esa presencia no es
soberanía, sino sentido común. Si se producen exorbitaciones – por caso, el
sistema financiero con una cartera hipotecaria desmadrada, plagada de
insostenibles burbujas, como en España -, el Estado debe ingresar a la escena,
no para hacerse cargo de las empresas y bancos, sino para reponer, por la vía regulatoria, el control y
hasta el auxilio de recursos, la
economía en orden.
Requerimos no un
Estado estatista, sino regulador. Aprender a controlar bien es hoy por hoy
aprender a gobernar. Pero esa asignatura no se dicta en ningún comité o unidad
básica. Menos en las agrupaciones “militantes”. Apenas existe algún curso en la Universidad o en una
ONG. Con escasos asistentes.
No es admisible que
ahora, en otra mutación del rumbo, marchemos, a contramano de la sensatez, hacia las estatizaciones a diestra y
siniestra. Nos desendeudamos – muy relativamente – hacia afuera, pero nos metemos en camisa de once varas
adentro, llenándonos de cargas insoportables, como Aerolíneas o Fútbol para
Todos, pasando por el neobanco de préstamos para el gobierno en lo que parece
convertirse la ANSES ,
en detrimento de las expectativas de los jubilados.
Por favor, ¡urgente,
el término medio! Ni estatismo ni Estado ausente. Buena regulación, mejor
control, intervención estatal sutil y
virtuosa para ayudar a la iniciativa privada, no para segarla o trabarla. Y
también por favor, no mezclar a la soberanía en estos temas.
Soberanía es tener
una economía que funcione, que estimule la actividad y el empleo, que depare
prosperidad general y también es un Estado funcional, idóneo, dimensionado tal
como lo necesitamos, desburocratizado en todo lo posible, absolutamente
impermeable al aterrizaje de “militantes”, pero
completamente abierto al mérito, la preparación y la capacidad. Con
probidad, claro está. Tal cual lo establece la Constitución. Ni
una palabra más.
*diputado nacional por Compromiso Federal Unir-Prov. de Bs.As.
www.pnc-unir.org.ar
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