jueves, 2 de mayo de 2013

Correo / Dip. Alberto Asseff


LA ARGENTINA DUERME, PERO NO SUEÑA

       Por Alberto Asseff*

  La Argentina sobrelleva un largo descanso en términos históricos. Duerme, pero no sueña. Para colmo, algunas veces la invaden las pesadillas. No sólo, pues, deja pasar tiempo y oportunidades, sino que parece imposibilitada de albergar una esperanza, siquiera una expectativa. No ya, claro está, una utopía, esas que son motor de la vida y del progreso.
  Hace 80 años éramos más de la mitad del PBI de nuestra América y éramos el país promesa para todos los pensadores del momento, desde Toynbee hasta Ortega y Gasset, pasando por Clemenceau. Ellos y millones de seres del planeta nos entreveían como el seguro nuevo ‘Estados Unidos del Sur’. Tal la envergadura de la Argentina emergente, todo un portento que asombraba al mundo. Y que atraía a millones de hombres y mujeres que provenían de todos los lares.
  Esa Argentina de los  años veinte del s.XX ciertamente anidaba inequidades y escondía miserias, pero sobresalían y se imponían las inenarrables buenas expectativas. Reinaba por doquier el optimismo. El destino de grandeza era un valor entendido y un impulso vital para los individuos y, especialmente, para el pueblo nacional que aceleradamente se forjaba, amalgamando a criollos – de las diversas estirpes y etnias – e inmigrantes – de variopinto origen.
  La ley 1420 promulgada en tiempos del primer gobierno de Roca – tan proficuo para el progreso nacional como  vilipendiado hoy en día, con prisma de s.XXI para juzgar acontecimientos del s.XIX, algo redondamente imperdonable -, fue la artífice de esa irrupción planetaria del nuevo país austral. Antes que los japoneses, los chinos, los españoles, los italianos y cuatro quintas partes del mundo, la Argentina se alfabetizó, preparándose para ese futuro que todos oteaban. Que ya estábamos acariciando.
 ¿Qué pasó para que el derrotero triunfal se segase? En estos renglones no es posible ser exhaustivos para desmenuzar las causas. Sólo diré, a modo de síntesis, que nos neutralizaron el facilismo – todo parecía venirnos casi de arriba, sin demasiado esfuerzo – y sus parientes de primer grado, la tendencia a la comodidad y el acomodo, el relegamiento paulatino del mérito y de la idoneidad y, por sobre todo, la avivada contralegal, es decir esa propensión a la violación de la ley como forma de vida. Dejamos de ser inteligentes para ser ‘vivos’. El camino no lo marcaba la ley, sino la viveza. Esto obró cual arma química para pulverizar a la Argentina ascendente.
  Ese cuadro decadente abrió las compuertas para la corrupción y el despilfarro, dos venenos de disímil dimensión ética, pero ambos letales, máxime si se presentan combinados y coactuando.
  La corrupción y el Estado manirroto tentaron a mucho arribismo que fue desplazando gradualmente a la genuina política. Con ropaje de ésta accedieron miles de dirigentes que no buscaban ni querían el gobierno de la polis para hacer el bien común, sino para autofacturarse y embolsar el bien propio.
  Si muchos dirigentes y gobernantes no pensaron – ni piensan -al país, sino que estuvieron - y están - impulsados por sus intereses, la estrategia nacional deviene en un huérfano que ni siquiera tiene un orfanato para refugiarse ¿A qué buen puerto puede arribar un país cuyos timoneles no tienen otro rumbo que su autosatisfacción?
  Por este lastimoso motivo no tenemos siete políticas de Estado. Para poseerlas y gozar en su ejecución, antes y primordialmente se requieren hombres de Estado, también llamados estadistas ¿Cuántos tenemos? Y si los poseemos, por favor, ¿dónde están? A juzgar por los resultados de estos decenios, los estadistas fueron  y son escasísimos.
  Es tan grande y poderoso nuestro país que a pesar de tan inmensa falencia en sus conductores siguió en pie y, aun declinante desde hace tantas décadas, todavía alberga la potencialidad de ser un país con buena calidad de vida y con gravitación en el orbe.
  Si aspiramos a volver al rumbo necesitamos reformas profundas y enmiendas morales muy fuertes. Que rija la ley y que todos nos ajustemos a ella es una condición necesaria. Que el poder sea herramienta para el bien común, ejercido por estadistas, tan visionarios como estrategas, es otro presupuesto. Que dejemos de dormir la historia para recomenzar ese protagonismo que nos singularizó hace una centuria es también un requisito esencial. Y, finalmente, retornar a los sueños de un grande país – grande por su enjundia moral y por su poderío material – es, indubitablemente otro factor indispensable.
  Es hora de dormir lo indispensable, trabajar redobladamente y dotarnos de ese hálito que significa tener esperanzas. Y es circunstancia para unirnos
  Creo que llega el momento para aliviarnos del dolor histórico de ser un país que pudo, pero no es.
  ¡Vamos que todavía estamos a tiempo!

                              *Diputado nacional Partido UNIR
                              www.unirargentina.com.ar

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